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domingo, 14 de agosto de 2011

LOS 100 AÑOS DE UN GENIO DEL HUMOR



 
El 20 de abril de 1993 pasará a la historia como el único día que Cantinflas hizo llorar a la gente. Han pasado 100 años desde que nació el célebre Mario Moreno Cantinflas y dieciocho desde su muerte. Antes de cremar sus restos, el hijo y un sobrino empezaron una disputa por lo mejor de la herencia que dejó. El lio judicial se ha mantenido desde entonces al grado de convertirse en una guerra sin cuartel. Ambos tienen millones de razones para no claudicar en su lucha: se disputan las regalías de 34 películas que pueden hacerlos millonarios.
 
La última película de Cantinflas no da risa. En primer plano, el cómico yace en la cama de un hospital de Houston consumido por un cáncer que los doctores no pueden curar. Afuera, dos tipos se pelean por su herencia. Uno es su hijo adoptivo y el otro, su sobrino carnal. Ninguno de los dos es chistoso, se odian a muerte, evitan hablarse y sólo se envían notas con sus abogados. El hijo acusa al sobrino de obligar al moribundo Cantinflas a firmar un papel en blanco, aprovechando que le habían inyectado morfina. El sobrino replica diciendo que el hijo es un drogadicto y que golpea a su desahuciado papá. Al final de la historia, Cantinflas se muere, lo entierran miles de mexicanos y los tipos se siguen peleando. Luego la trifulca se va a los juzgados, que no son como los de las películas de Mario Moreno. Son juzgados reales: no dan risa. Pasan dieciocho años. El hijo y el sobrino se siguen peleando por la plata de Cantinflas. Ninguno de los dos viene a visitar su tumba.
Es una mañana de verano en la Ciudad de México. He llegado hasta el Panteón Español buscando la tumba del humorista latinoamericano más famoso de todos los tiempos, el eterno malabarista del habla popular de estas tierras, alguien que Charles Chaplin definió como "el mejor comediante del mundo". El cementerio es clásico, fue construido a inicios del siglo XX en la zona norte de la ciudad. La puerta principal da a una calle llena de autobuses y vendedores de flores. En la entrada, dos policías controlan que ningún visitante ingrese con cámaras fotográficas o de video, aparatos que sólo se admiten si uno de los familiares lo ha autorizado previamente. Estamos Cecilia Larrabure, mi esposa y fotógrafa, y yo. Al lado de nosotros camina uno de los policías de la puerta, que hace las veces de acompañante obligado —no se puede entrar sin custodia— y que se resiste a conversar con dos extraños periodistas. Nos permiten ingresar con una cámara de fotos pues traemos una autorización escrita del único hijo de Mario Moreno Reyes y Valentina Ivanova (los esposos cuyas cenizas se guardan aquí). Tras una caminata de cinco minutos, el guardia nos indica que ya llegamos.
La construcción de cemento tiene paredes que imitan las piedras incas, con incrustaciones de losetas transparentes para que la luz llegue al interior durante el día. Una cruz de cemento pintada de negro resalta nítidamente en el techo de la capilla. Tiene un letrero encima de la puerta: Mario Moreno "Cantinflas". Ninguna inscripción alude a la esposa. Adentro, un cuadro tamaño carnet del cómico —caracterizando al su famoso personaje, con pañoleta en el cuello, la sonrisa fácil y el sombrero característico— nos recuerda que sus cenizas están en esta cripta. La puerta es de aluminio y está cerrada. A cada lado, hay dos ramos de flores. Deben tener por lo menos dos días. Están apagadas, camino de marchitarse.
De primera impresión, uno diría que no queda nada del actor que tuvo tal importancia que logró convertir su nombre artístico en verbo (cantinflear) y sustantivo (cantinflada), con el visto bueno de la caprichosa Real Academia. Cualquiera pensaría que Cantinflas es pasado, que solo ha sobrevivido en esas películas entrañables llenas humor blanco y moralejas. Pero ahí está el detalle: esas películas son muchas, muchísimas, 51 para ser exactos. Y la gente las sigue viendo, las disfruta incluso en este México demencial que se parece más al país de los amores perros. Un México de 40 mil muertos, de ejércitos privados al servicio del narcotráfico, de asesinatos violentos, decapitados y codicias, donde hasta la fortuna de un humorista grandioso es motivo de bronca.
 

 
 
Se ha dicho, escrito y estudiado mucho acerca de Mario Moreno Reyes y de su personaje emblema, Cantinflas. Hay tesis universitarias que analizan la incorporación al castellano oficial del verbo "cantinflear" y una decena de libros que relatan su vida a manera de biografía autorizada. La mayoría de ellos cuenta la historia de superación épica de un niño pobre que se hizo millonario gracias a su talento y trabajo, para después corresponder a la vida con anónimos actos de filantropía. Hablan de sus famosos y grandes amigos, entre los que se cuentan reyes, presidentes, multimillonarios, actrices, actores y todo hombre o mujer importante de su época. Relatan cómo el presidente estadounidense Lyndon B. Jonson le dio el privilegio de ser el primer huésped mexicano de la Casa Blanca. Explican por qué la Universidad de Michigan le otorgó el doctorado Honoris Causa a un hombre cuyas únicas aulas fueron las carpas de los circos. Detallan cómo se instituyó el día de Cantinflas en Los Ángeles, después de que las huellas de sus pies y manos quedaran grabadas en el teatro chino de Hollywood. Recuerdan que Cantinflas fue el padrino de matrimonio de Elizabeth Taylor y Michael Todd y que una de sus películas, La vuelta al mundo en 80 días, ganó el premio Oscar a la mejor producción en 1956.
Los mejores críticos de cine dicen que en todas sus caracterizaciones Cantinflas le imprimió esa habilidad para construir frases insolentes y marear al interlocutor en un acertijo de palabrerías. Sus papeles de bombero, doctor, sastre, mago, taxista, político, embajador, boxeador, burócrata, peluquero, cartero, ascensorista, barrendero, patrullero, prófugo, fotógrafo o el eterno Cantinflas le convirtieron en cronista social de las desigualdades de su país. Fue el vocero de las necesidades y vivencias, añaden.
Las biografías menos autorizadas son igual de frondosas. Comentan sus romances furtivos, públicos o anónimos, con mujeres jóvenes, guapas, rubias y despampanantes, antes y después de la muerte de su esposa. La fama de mujeriego no ofende su memoria, al contrario: es un signo inequívoco de ganador en un país machista y esquizofrénicamente conservador como es México. Ciertos libros dedican capítulos enteros a comentar la amistad que cultivó Cantinflas con los presidentes mexicanos en el apogeo del PRI. O revelan que fue nombrado consejero oficial de Gustavo Díaz Ordáz, quizá el más autoritario de los presidentes priístas, protagonista de la tristemente célebre matanza de los estudiantes de la plaza Tlatelolco en 1968. Los más críticos, recogen opiniones como la del afamado escritor colombiano Álvaro Mutis, quien dijo que nunca creyó que Cantinflas hubiera sido un gran actor, ni un cómico notable ni mucho menos el representante de un tipo popular mexicano (Mutis añadió lapidariamente: "hace muchas décadas que Cantinflas no me hace reír"). Gobiernista, demagogo y negociante de taquilla, son adjetivos que se repiten entre los biógrafos más cáusticos.
No hay libro que obvie repasar los personajes que encarnó Cantinflas en su más de medio centenar de películas. Varias películas resultaron éxitos rotundos de taquilla desde México hasta la Patagonia argentina y lograron el milagro de juntar a todas las clases sociales de la época bajo el mismo techo. En el Perú, quién de nuestros abuelos y padres no recuerda haber pasado tardes inolvidables en medio de la penumbra de una sala de barrio.
 
Fuente: carlos paredes

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